Es curioso cómo somos capaces de inventar historias o transformar las que ya sabemos. Cambiar el final, retocarlo a nuestro gusto, modelar los personajes... En fin, mil y una estrategías (consciente o inconscientemente) que decoran y tergiversan a veces la realidad. Y es que aquel juego del teléfono roto, en el que un grupo de personas van pasando en cadena una frase hasta que acaba totalmente deformada de lo que era en un principio, quizás es más practicado de lo que nosotros creemos.
Todo esto viene a colación porque no hace mucho fui yo misma la que diseñé una historieta de la nada, o de casi nada, con la historia familiar de un amigo. Hice emigrar a su abuelo por culpa de la dictadura venezolana y gracias a ello su querido nieto (vease mi amigo), cobra una paga por daños y perjuicios todos los meses.
No me pregunteis como llegué a todo esto, porque todavía me lo estoy preguntando y os aseguro que, ahora que conozco la historia real, todavía me impresiono más y más.
Al menos, la versión que yo fabriqué era digna de una película histórico-dramática que bien podía haber ganado algún premio en algún concurso y de paso igual me hubiera embolsado algún eurillo debido a mi incandescente imaginación, que no encuentra límites como yo misma he podido comprobar.
Suerte, al menos, que este amigo se lo tomó con humor, el día que le pregunté que me hablara de cómo emigró su abuelo de Venezuela... Imaginaros su cara, si su abuelo jamás había vivido allí. Al menos sirvió para reirnos sin parar de la anécdota, así que, algo es algo.